Enero 09, 2018 06:00 PM
¿Por qué los mexicanos somos felices a pesar de la pobreza?
México es el cuarto país más feliz del mundo, según una
encuesta de Gallup International. El resultado parece contrario a la realidad
del país, que tiene en la pobreza a 43.6% de la población y presenta altos
índices de desigualdad económica. La encuesta Felicidad, esperanza y optimismo
económico señala también que los mexicanos somos de los más pesimistas a escala
mundial con respecto al futuro económico inmediato. ¿Hay una contradicción
entre decirse feliz y estar en pobreza?
La respuesta a esta cuestión está en entender desde qué
enfoque realiza la pregunta la encuestadora: Gallup International relaciona
felicidad con economía. De esto se sigue que la pregunta sobre la felicidad se
plantea desde la economía política. Bajo esta perspectiva, las personas sólo
pueden ser felices en la prosperidad económica.
El concepto de felicidad ha estado a debate desde hace
poco más de 2,500 años. La idea de felicidad ligada a la economía inició hace
400 años, en los albores mismos de la disciplina económica. Pero los mexicanos
responden a la pregunta por la felicidad con una concepción previa a la
económica.
La idea sobre la felicidad con la que Gallup hace su
encuesta tiene sus raíces en el pensamiento de la Ilustración, cuando el
discurso económico, en un proceso de secularización propio de la época, se
independiza de la moral. Dicho de otro modo, la aparente contradicción en las
respuestas de los mexicanos a la encuesta de Gallup es una cuestión que se
presentó, por lo menos, hace cuatro siglos.
En el siglo XVII inició el pensamiento de economía
política a raíz de las transformaciones que se dieron en Europa. En esa época,
los países europeos que venían de una economía feudal transitaban a una
incipiente economía de mercado, al tiempo que se consolidaban los Estados
nacionales y la monarquía la forma de gobierno predominante hasta entonces
pasaba por transformaciones. Es en este periodo cuando se comenzó a hablar de
crecimiento económico, en el sentido de acrecentar el capital, y se dejó atrás
la idea de riqueza soportada en la tenencia de territorios.
Pero para validar la idea de que el crecimiento económico
era una meta colectiva deseable, se comenzó a vincular la felicidad con la idea
de bienestar, y el bienestar entendido en términos materiales, es decir, de
riqueza. Una de las ideas postuladas por parte de los economistas de la época
para el crecimiento económico fue que una nación sólo podía ser próspera si
contaba con una población cuantiosa una gran fuerza de trabajo que llevara al
país a la prosperidad vía la productividad. La Enciclopedia de
los ilustrados franceses Diderot y DAlembert, bajo el artículo Hombre, dice lo siguiente:
"El hombre vale por
número. Cuanto más grande es una sociedad, más poderosa es durante la paz, y es
más formidable en tiempos de guerra. Un soberano, por lo tanto, se encargará
seriamente de la multiplicación de sus sujetos. Cuantos más sujetos tenga, más
mercaderes, trabajadores, soldados tendrá".
En la actualidad, esta idea de los economistas del siglo
XVIII ha perdido vigencia, y las políticas públicas ahora promueven el control
natal. Incluso China, que ha cimentado parte de su crecimiento económico en su
numerosa población, cuenta ya con regulaciones al respecto. Pero el punto es
llegar a la relación de la felicidad con la economía.
El político ilustrado español Gaspar Melchor de
Jovellanos, en su Discurso dirigido a la Real Sociedad de Amigos del País de
Asturias, sobre los medios de promover la felicidad de aquel principado,
definía la felicidad así:
"Entiendo aquí por
felicidad aquel estado de abundancia y comodidades que debe procurar todo buen
gobierno a sus individuos. En este sentido, la provincia más rica será la más
feliz, porque en la riqueza están cifradas todas las ventajas políticas de un
estado. Así pues, el primer objeto de nuestra Sociedad debe ser la mayor
riqueza posible del Principado de Asturias".
En contraste, la palabra "infeliz" fue usada
para referirse a los pobres. Suficiente era que entendieran los beneficios de
ser productivo, abonar al crecimiento económico del país, pensar en la
felicidad pública entendida como abundancia económica, para dejar de ser pobres
y comenzar a ser felices.
El discurso económico se apropió de la felicidad,
concepto que hasta entonces era de los ámbitos de la la moral cristiana y la
ética. En el discurso de la iglesia católica dominante hasta la aparición del
discurso económico político, la felicidad consistía grosso modo en la cercanía a
Dios y la observación de los preceptos de la iglesia. La felicidad, entonces,
era independiente de la condición económica. Los pobres y humildes podían ser
tan felices como los ricos, siempre que tuvieran una vida ligada a la religión.
Por otro lado, la prosperidad y la abundancia se entendían como recompensa
divina, y no como producto del esfuerzo y trabajo individual.
Los religiosos también se vieron influenciados por la
idea de felicidad ligada a la prosperidad económica. El Arzobispo de México
Francisco de Lorenzana publicó en 1768 sus Reglas
para que los naturales de estos Reynos sean felices en lo espiritual y temporal.
Las reglas estaban dirigidas a los párrocos para que indicaran a los indígenas
bajo su guía espiritual que acumularan bienes y fueran industriosos, para que,
sin descuidar sus obligaciones religiosas, fueran felices.
Pero aún entonces, no todos se sumaron al optimismo de la
productividad económica como vía a la felicidad per se. El pensador español
León de Arroyal (1755-1813), en sus Cartas político-económicas,
anticipó los problemas actuales de desigualdad económica y la explotación de la
fuerza laboral en beneficio de unos pocos:
"[...] las riquezas
están en una pequeña parte de ciudadanos, los demás son unos infelices, sujetos
al triste jornal".
En consonancia con los estudios contemporáneos sobre
desigualdad económica, la solución de León de Arroyal fue que la riqueza debía
ser repartida con equidad, para que entonces se presentara la felicidad,
idea contraria al optimismo productivista de la época, que sigue vigente en el
discurso de nuestros políticos. Baste revisar sus novedosos postulados
económicos, en los que a mayor productividad de la población, los niveles de
bienestar tendrán aumentar, idea repleta de obviedad; la realidad, esa
traidora, se empeña en contradecir estas ideas.
Sirva este recuento histórico para tratar de entender por
qué los mexicanos se dicen felices en medio de la precariedad económica. Como
vimos, ya la iglesia católica en el siglo XVIII aconsejaba a los mexicanos
acumular bienes y ser productivos para lograr la felicidad, pero también ser
cristianos, es decir, seguir observando una conducta moral. La idea de la
felicidad en México, pese a los procesos de secularización, nunca se desvinculó
del todo del ámbito moral y ético.
Los mexicanos, a la pregunta por la felicidad planteada
por la encuesta de Gallup, reeponden desde una moral previa al siglo XVIII,
mientras que la encuestadora plantea la cuestión sobre la felicidad desde las
ideas económicas que surgieron hace cuatro siglos.
La encuesta realizada por Consulta Mitofsky "¿Cómo se siente el mexicano?",
publicada en los primeros días de este año, indica que en una escala del 1 al
10 los mexicanos se colocan en 8 en cuanto a felicidad. Al igual que en la
encuesta de Gallup International, la población en México tiene una mala opinión
de la situación económica del país, y responsabilizan al gobierno de ello. Pero
hay un dato relevante en la encuesta de Mitofsky: ante la pregunta de ¿Cómo se siente?, la respuesta con
puntajes más altos es la relativa a la honestidad, por encima de la condición
de la salud y la religiosa. Los promedios por segmentos de edad, de condición
económica y de región en que se habita nunca bajan de los 8 puntos. La
honradez, virtud moral, siguió vigente como valor en el tránsito al discurso
económico. Mejor es lo poco con justicia, que la
muchedumbre de frutos sin derecho, dice un versículo del libro de
Proverbios; o dicho de otro modo, pobre pero honrado.
Una idea de felicidad anacrónica en los tiempos productivos que corren. El Economista.
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