Francisco Villa depuso las armas el 28 de julio de 1920, luego de complicadas negociaciones con el presidente Adolfo de la Huerta. Aun cuando sus fuerzas estaban diezmadas, el líder de la División del Norte exigió la libertad de sus tropas, así como que se les pagaran sus servicios o se les permitiera ingresar al Ejército. A título personal, solicitó una escolta de 50 hombres armados pagados por Gobernación, a cambio de mudar su residencia a la hacienda de Canutillo, en Durango, quedando así alejado de Chihuahua, su principal zona de influencia. Bajo la promesa de no tomar las armas contra el gobierno constituido, Villa suscribió el pacto. Retirado de la vida pública, centró sus esfuerzos en trabajar sus tierras. Además de su guardia personal, algunos de sus seguidores lo acompañaron a Canutillo y se convirtieron en la mano de obra requerida para rehabilitar la finca. A cambio de sus servicios fueron proveídos de alimento y vivienda, de escuelas para los hijos e incluso de un templo. Friedrich Katz asegura que durante los dos años que siguieron al acuerdo, Villa desapareció por entero de la escena política. Su reaparición tuvo como marco la entrevista que le realizó Regino Hernández Llergo como corresponsal de El Universal en 1922. Aunque era reticente a los medios de comunicación, a los que culpaba de su desprestigio y del epíteto de bandolero que tanto le irritaba, Villa comprendió que la única forma de mantenerse vigente en el imaginario de la población era atendiendo las preguntas de los periodistas. Poco antes de la visita de Hernández Llergo, le había ganado un pulso al mismísimo presidente Álvaro Obregón, pues gracias a su intervención se había evitado un fraude en el reparto agrario a los campesinos chihuahuenses en el que estaban involucrados altos mandos de la administración federal. Esa demostración de fuerza hizo aflorar la arrogancia de Villa y lo motivó a presumir sus nuevos logros ante la prensa. Hernández Llergo advierte que, desde sus primeras pláticas, el general le hizo saber que su objetivo era encontrar un modelo de sustentabilidad comunitaria fundado en la confianza y el esfuerzo sostenidos. Por ende, todos los habitantes de Canutillo consumían y vendían lo que ahí se producía. Partiendo de la premisa de que el mutuo entendimiento no siempre basta para alcanzar la armonía, Villa explicó la necesidad de un orden jerárquico que él mismo encabezaba, por lo que su función, además de enseñar a sus trabajadores a través del ejemplo, era la de dictar las normas que se habrían de seguir. Orgulloso presumió que su primera determinación fue prohibir el consumo de alcohol, vicio al que atribuía la enajenación y la pobreza. Durante los siete días que atendió a los periodistas, Villa alardeó de su capacidad para organizar grupos humanos y sus andanzas en la Revolución. Aunque habían acordado que no se hablaría de política, el general fue enfático en su poder de convocatoria y aseguró que con sólo hacer un llamado tendría un ejército a su disposición, al tiempo que no descartó contender por la Presidencia en un futuro. Hernández Llergo plasmó esas conversaciones por entregas en las páginas de El Universal, entre el 12 y el 18 de junio, y dejó manifiesta la admiración por el trabajo de Villa y de sus allegados. La actitud desafiante del caudillo fue considerada peligrosa por sus adversarios, en particular por Obregón, quien vio en ella un peligro para la sucesión presidencial de 1924, que ya estaba pactada con Plutarco Elías Calles. Apenas un año transcurrió de la entrevista al asesinato de Villa, cuyos motivos no se esclarecieron del todo. Quizá fue el exceso de confianza en sí mismo y su ambición de seguir de cerca al poder lo que lo condenó a morir acribillado. El documento redactado por Hernández Llergo, hoy convertido en libro (Una semana con Francisco Villa en Canutillo, editado por el FCE y El Universal, con prólogo del escritor Ignacio Solares), se integra al gran corpus de la narrativa sobre la Revolución y añade una perspectiva más a la controvertida historia de nuestro país.
Francisco Villa depuso las armas el 28 de julio de 1920, luego de complicadas negociaciones con el presidente Adolfo de la Huerta. Aun cuando sus fuerzas estaban diezmadas, el líder de la División del Norte exigió la libertad de sus tropas, así como que se les pagaran sus servicios o se les permitiera ingresar al Ejército. A título personal, solicitó una escolta de 50 hombres armados pagados por Gobernación, a cambio de mudar su residencia a la hacienda de Canutillo, en Durango, quedando así alejado de Chihuahua, su principal zona de influencia. Bajo la promesa de no tomar las armas contra el gobierno constituido, Villa suscribió el pacto. Retirado de la vida pública, centró sus esfuerzos en trabajar sus tierras. Además de su guardia personal, algunos de sus seguidores lo acompañaron a Canutillo y se convirtieron en la mano de obra requerida para rehabilitar la finca. A cambio de sus servicios fueron proveídos de alimento y vivienda, de escuelas para los hijos e incluso de un templo. Friedrich Katz asegura que durante los dos años que siguieron al acuerdo, Villa desapareció por entero de la escena política. Su reaparición tuvo como marco la entrevista que le realizó Regino Hernández Llergo como corresponsal de El Universal en 1922. Aunque era reticente a los medios de comunicación, a los que culpaba de su desprestigio y del epíteto de bandolero que tanto le irritaba, Villa comprendió que la única forma de mantenerse vigente en el imaginario de la población era atendiendo las preguntas de los periodistas. Poco antes de la visita de Hernández Llergo, le había ganado un pulso al mismísimo presidente Álvaro Obregón, pues gracias a su intervención se había evitado un fraude en el reparto agrario a los campesinos chihuahuenses en el que estaban involucrados altos mandos de la administración federal. Esa demostración de fuerza hizo aflorar la arrogancia de Villa y lo motivó a presumir sus nuevos logros ante la prensa. Hernández Llergo advierte que, desde sus primeras pláticas, el general le hizo saber que su objetivo era encontrar un modelo de sustentabilidad comunitaria fundado en la confianza y el esfuerzo sostenidos. Por ende, todos los habitantes de Canutillo consumían y vendían lo que ahí se producía. Partiendo de la premisa de que el mutuo entendimiento no siempre basta para alcanzar la armonía, Villa explicó la necesidad de un orden jerárquico que él mismo encabezaba, por lo que su función, además de enseñar a sus trabajadores a través del ejemplo, era la de dictar las normas que se habrían de seguir. Orgulloso presumió que su primera determinación fue prohibir el consumo de alcohol, vicio al que atribuía la enajenación y la pobreza. Durante los siete días que atendió a los periodistas, Villa alardeó de su capacidad para organizar grupos humanos y sus andanzas en la Revolución. Aunque habían acordado que no se hablaría de política, el general fue enfático en su poder de convocatoria y aseguró que con sólo hacer un llamado tendría un ejército a su disposición, al tiempo que no descartó contender por la Presidencia en un futuro. Hernández Llergo plasmó esas conversaciones por entregas en las páginas de El Universal, entre el 12 y el 18 de junio, y dejó manifiesta la admiración por el trabajo de Villa y de sus allegados. La actitud desafiante del caudillo fue considerada peligrosa por sus adversarios, en particular por Obregón, quien vio en ella un peligro para la sucesión presidencial de 1924, que ya estaba pactada con Plutarco Elías Calles. Apenas un año transcurrió de la entrevista al asesinato de Villa, cuyos motivos no se esclarecieron del todo. Quizá fue el exceso de confianza en sí mismo y su ambición de seguir de cerca al poder lo que lo condenó a morir acribillado. El documento redactado por Hernández Llergo, hoy convertido en libro (Una semana con Francisco Villa en Canutillo, editado por el FCE y El Universal, con prólogo del escritor Ignacio Solares), se integra al gran corpus de la narrativa sobre la Revolución y añade una perspectiva más a la controvertida historia de nuestro país.
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