Julio 05, 2018 01:00 AM
¿A dónde va a vivir Peña si ni siquiera Yucatán pudo ganar el PRI?
Hace unos días, el todavía presidente formal de México, Enrique Peña Nieto, declaró que le gustaría vivir en Yucatán luego de la entrega formal de lo poco que le queda de poder al nuevo mandatario mexicano. Pero ni siquiera esa entidad será gobernada por el PRI, sino por un panista que le haría difícil su estancia, en el contexto de la ruptura escandalosa de Peña con Anaya -y con amplios sectores del panperredismo-, por su muy probable futura calidad de ex mandatario mexicano más odiado de la historia, se publica en
Notiguía TV.
Peña podría superar al Chupacabras en esa incómoda posición no por los manotazos de neoliberalismo salvaje típicos del peñismo, como liquidar PEMEX -el prototipo de empresa estatal del México postrevolucionario-, medida desastrosa para el país que deja las reformas del ex presidente Salinas -como la de liquidar el ejido-, en el nivel de tímidos desplantes conservadores.
No. Peña ha sido y seguirá siendo repudiado porque logró acumular tal número de asesinatos impunes -en sintonía con el calderonismo-, que dejan los centenares de muertos del salinato -incluido el asesinato de Luis Donaldo Colosio como un simple ensayo del genocidio espantoso que vendría.
Sólo la historia podrá determinar hasta qué punto la masacre sistemática de la población, perpetrada por grupos criminales al amparo y protección disimulada de un poder público encabezado por neoliberales salvajes comprometidos con un prohibicionismo compulsivo en materia de drogas, forma parte estructural de esa corriente económica tendiente a despojar a grandes mayorías de lo indispensable, mientras minorías cada vez más pequeñas acumulan la mayor parte de la riqueza nacional e internacional en poquísimas manos.
Sólo el tiempo podrá dilucidar si el neoliberalismo salvaje requiere del terror que genera la guerra contra las drogas como una forma de garantizar que la población permita -precisamente porque vive en medio de un horror oficialmente estimulado- el saqueo masivo de los recursos públicos y la depauperación creciente de sus niveles de vida.
Me atrevo a formular la hipótesis sociológica de que el neoliberalismo constituye una forma de tiranía que, basado en un régimen presuntamente democrático, despoja a la mayoría en beneficio de unos pocos y que tal política de injusticia social absoluta sólo se puede implementar en la práctica si se desata, paralelamente un clima de terror, con cualquier pretexto, como el de la lucha contra las drogas, para mantener a esa mayorías despojadas en la santa paz de los sepulcros, hasta que revientan en una revolución democrática auténtica como la que acabamos de vivir los mexicanos.
De ahí la importancia de desmantelar los argumentos de intelectuales orgánicos como Enrique Krauze y Luis Carlos Ugalde, entre otros muchos opinólogos de los medios tradicionales, sobre los famosos contrapesos -que nunca les preocuparon cuando los priista se dedicaban a comprar curules opositoras en todos los congresos del país, especialmente en el Estado de México, por cierto- para evitar, dicen, un ejercicio absoluto del poder presidencial, argumento con el que invitaban a la población a votar de manera diferenciada.
Fue una sabia decisión del pueblo mexicano, por el contrario, haber otorgado al próximo presidente López Obrador el poder suficiente para corregir las trampas burocráticas y hasta constitucionales del neoliberalismo, porque precisamente se trata de devolver al pueblo la posibilidad de recuperar su bienestar, sin tener que emigrar a los Estados Unidos o morir o desaparecer en un territorio dominado por el terror.
Peña y Calderón -quienes mantuvieron un amasiato que les permitió imponer una suerte de dictadura neoliberal perfecta en nuestro país, basada en una alternancia fingida entre PAN y PRI que conocemos como prianismo y que fue rota accidentalmente por la ambición de poder de Ricardo Anaya, son los autores, inconscientes quizá, de este genocidio que Andrés Manuel López Obrador está obligado a detener de manera drástica, porque es justamente la indiferencia criminal de Peña ante ese inmenso dolor -provocado por su absurda estrategia de seguridad- lo que generó el voto masivo en su contra.
El pueblo que votó por López Obrador no entiende mucho de economía. Sólo le complace saber que no va a haber más gasolinazos, por ejemplo. Pero lo que sí sabe perfectamente es que la eventual legalización de marihuana y cocaína con fines lúdicos, sumada al control absoluto del mercado del opio con fines medicinales en zonas específicas de Guerrero, medidas con las que parece simpatizar su próxima secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, aparejado al nombramiento de policías con arraigo en todas las comunidades grandes y pequeñas del país, en un número proporcional a cada poblado, profesionalmente equipados y entrenados, elegidos democráticamente y perfectamente coordinados con la guardia nacional, podría significar el fin casi inmediato de la era de terror en la que vivimos.
El nuevo gobierno no puede gozar de los beneficios democráticos derivados de la gran madurez reflejada por el pueblo de México en los recientes bienaventurados comicios y al mismo tiempo determinar que somos inmaduros para fumar o inhalar lo que como adultos se nos venga en gana sin que ningún policía nos esté molestando, o cargar una arma para defender a nuestra familia y nuestro patrimonio ante la manifiesta incapacidad del gobierno actual para garantizar nuestra seguridad plena.
Así de simples y, al mismo tiempo radicales tendrán que ser las medidas que adopte el nuevo gobierno si no quiere decepcionar al pueblo desesperado que rompió la inercia a la que nos han sometido medios de comunicación que, de cualquier forma, seguirán poniendo el grito en el cielo ante cualquier planteamiento que les parezca radical simplemente porque les interesa que se recupere el viejo orden que tanto ha beneficiado sus bolsillos.
Y, por cierto, ¿Qué esperan para poner de patitas en la calle al colombiano Juan Carlos Osorio? No tanto porque fue incapaz de llevar con éxito a la Selección de México a un quinto partido en el Mundial, fracaso que comparte con muchos entrenadores que le precedieron y que ahora andan dando lecciones en sus vergonzosas mesas de análisis y crónicas televisivas de los partidos, sino porque Osorio lo hizo con un equipo extraordinario de jugadores con experiencia y talla internacional que, de haber sido bien dirigidos, es decir, de haberlos integrado como equipo en vez de estarlos rotando a lo pendejo, seguramente habrían logrado un papel mucho más allá del famoso quinto partido.
Osorio simplemente destruyó a un gran equipo potencial mexicano y por ello debe ser despedido de inmediato junto con los inútiles que lo mantuvieron en el cargo a pesar de sus evidentes y escandalosas tonterías. Esos hombres de pantalón largo, los dueños de los equipos y de las televisoras, son los responsables de tanta frustración de un pueblo ávido de triunfos futboleros como un pobre paliativo a la miseria en que los han obligado a vivir los malos gobiernos. Hasta en esos rubros esperamos que cambien las cosas con López Obrador. Ya veremos.
Publicado por:NOTICIAS DE ÚLTIMA HORA